LA
LETRA CON SANGRE ENTRA
“El
moderno mito del vampiro no se originó en Hungría, con su archipiélago de
Gulash, ni en la Rumanía de Ceaucescu, desfilando por el paso Borgo en
Transilvania, sino en Inglaterra. O en una voluble variación de Londres en
Suiza. Surgió, como era de esperar, una noche, una noche toda llena de
murmullos literarios y música de monólogos, en la villa Diodati, junto al lago
de Ginebra, mansión lacustre que compartían en 1816 los Byron; el poeta
Shelley; su mujer, Mary, y una hermana de Mary, que era amante de Byron, poeta
maldito. En esta elegante promiscuidad y aislados por una lluvia más tenaz que
en Londres, pasan todas las veladas entre versos y besos. Un intruso necesario,
el doctor John Polidori, médico de Byron, completa el quinteto doméstico. Pero
en vez de tratar a Byron, el médico es tratado por el lord como un matasanos de
manía literaria.
Una
noche, otra noche cerca de la medianoche, Byron, apuesto, propone una apuesta:
a ver quién escribe mejor una historia de horror que él llama “de fantasmas”.
Mary, dada a las pesadillas, es la única que hace el cuento. Hoy lo conocemos
como Frankenstein, olvidando
su apéndice pretencioso: El Prometeo
moderno. Shelley, siempre serio, ni siquiera consideró la
propuesta, y Byron, como era su costumbre, garrapateó unas
líneas orales y se aburrió pronto: detestaba la prosa, amaba la prisa. Pero, sorpresas de la escritura, el buen
doctor Polidori, mal médico, pero experto en el sabor del láudano y sus
posibles sueños, escribe, tres años más tarde, un cuento titulado El vampiro. Fiat
tenebrae! El mito se hizo
así literatura de las tinieblas por
primera vez en inglés. Curiosidad
literaria, el cuento publicado en 1819 arrebató al continente, aunque llevaba, debajo del
título, el entonces más comercial nombre de Byron. Pero Polidori, a quien el
poeta llamaba doctor Peloduro, es la fuente y el origen. Como Bram Stoker, al
otro extremo del siglo, es el aparato receptor de la leyenda para transmutarla
en literatura. Polidori no es un escritor profesional, sino un aficionado de
genio. Hay que esperar hasta 1897 para que el vampiro se llame Drácula, pero ya
llega, ya está ahí. (...)
Vampir viene del magiar, es decir,
húngaro de origen, aunque una etimología remota lo remonta al turco uber, bruja. El término insiste en estas
transformaciones. Súcubo tiene en latín una terminación masculina, pero el
significado es femenino: un demonio con formas de mujer hechas para atraer a
los hombres. La fornicación es la muerte. Los franceses todavía llaman al
orgasmo la petite morte. Morir de amor, el ideal romántico, no
significa otra cosa. Con el beso del vampiro (o la vampira) se cumplen los
deseos más el reclamo de ocasión de la inmortalidad por la sangre. ¿Qué mujer
inglesa o húngara, que lo desdeñan todo, según Stoker, podrá resistir la
tentadora oferta del conde?
Aparte
del genio literario que, como el espíritu del mal le sopló en la oreja, el otro
gran hallazgo de Bram Stoker fue el título de su novela, el nombre del mal:
Drácula. Stoker lo encontró en sus investigaciones sobre el folclore de
Hungría, pero todavía dos meses antes de publicarse su obra inmortal (como
conviene al conde) no había decidido dar título al libro. Había encontrado una
variante del nombre en Whitny, lugar que Drácula escoge para naufragar en
Inglaterra, y le confiere el título de conde, que no existe en la nomenclatura
inglesa, pero lo llama voivode, que
es príncipe en húngaro. El más notorio de los voivodes, sin embargo, es rumano: ese tierno Vlad el empalador al
que Ceaucescu cantó en su quintocentenario,en 1976. Vlad, cuyo deporte favorito
era empalar a sus enemigos y de vez en cuando a sus amigos (alcanzó el notable
récord de más de 250.000 empalados durante su reino de terror) era
conocido como Drácula (la
terminación es femenina, pero todos sus oficios, como sus
orificios, eran masculinos). Es decir,
hijo del diablo. Un temprano gusto rumano por los eufemismos lo convirtió en hijo del
dragón. El dragón, su padre, es
decir, Vlad III, venía
envuelto en las sombras de una leyenda
familiar. Este noble monarca salía de su tumba en tiempos difíciles para
echar un ojo desvelado a sus demonios. (Perdón, a sus dominios.) Bram Stoker,
con un toque de genio, confundió a los dos Vlades con un golpe de máquina de
escribir (fue uno de los primeros escritores que la usó) y fundió raza y
lenguas y mitos (pero no abolió el azar). (...)
La
leyenda del vampiro es muchas veces milenaria. Hay, aparición temprana, un
cuento de vampiros en El satiricón,
que rima con Nerón, del siglo Primero de nuestra era, y una versión del vampiro
en Las mil y una noches. Hay
vampiros góticos, renacentistas y románticos. Hay vampiros para todos y en todo
tiempo. ¿Por qué? Porque la leyenda (un espíritu del mal que desangra pálidas
doncellas bajo la luna) no es más que una metáfora literaria de la
menstruación, esa profusa, inexplicable pérdida de sangre que sólo sufren las
mujeres. Su aparición es cíclica y es heraldo de la pubertad. Su ausencia, por
otra parte, anuncia el embarazo o una enfermedad mortal. Pero, a pesar de Petronio
y Scherehzade, el mito es esencialmente cristiano: la cruz es el único
verdadero resguardo contra el vampiro. Hay un antídoto culinario, el ajo, pero
se sustituye a veces por el acónito en flor, que es menos ofensivo al portador
del amuleto: un diente de ajo puede más que un colmillo de Drácula. Por otra
parte, no se concibe al conde ni judío ni musulmán, porque no temerían a la
cruz y comerían con gusto el ajo.
Drácula,
nuestro vampiro favorito, sufre de una monomanía: su pasión dominante (su única
pasión) es la sangre. No hay asombro cuando exclama: “La sangre es la vida”,
porque proclama un axioma médico: la sangre es de veras la fuente de la vida.
En realidad, el innoble conde no hace otra cosa que procurarse demoradas y
sucesivas transfusiones. (...) Drácula es un aristócrata, pero es también, no
hay que olvidarlo, a bloody foreigner,
frase favorita para expresar el desdén inglés por los extranjeros todos, condes
o condenados.
Sin
embargo, dos extranjeros, el doctor Polidori y el irlandés Bram Stoker (su
nombre es apócope de Abraham), establecen y reclaman el mito para Inglaterra, y
a la hora de considerar el mito moderno son algo mejor que sus originadores:
son sus verdaderos creadores y, para el entretenimiento, sus recreadores. (...)
A
veces Drácula se lee como una
película muda, y de hecho el primer Drácula
(llamado Nosferatu porque su
director, Murnau, se olvidó de comprar antes los derechos a la viuda del autor)
es una lectura fascinante de la novela. El Drácula
a que todavía remiten las películas Hammer (1958) no es más que una versión en
colores de la puesta en escena en Broadway en 1927 y su puesta en imágenes de
1931 (la que para acentuar la relación entre Drácula y el amor consanguíneo se
estrenó en Estados Unidos en 14 de febrero, ¡día de los enamorados!) es una
repetición a la que la reciente invención del sonido permite hacer oír, como
bienvenida al mal, la voz meliflua, entre argentina y húngara, de Bela Lugosi
anunciándose: “I’m Dracula”. Drácula,
qué duda puede caber, es la primera obra maestra de la literatura pop. (...)
...el
único Drácula posible de Bram
Stoker es su libro, que es, como su conde, inmortal. Siempre propone, como
Bedier al principio de Tristán e
Isolda, una invitación que nadie puede resistir: “¿Querrían ustedes oír
una historia de amor, de locura y de muerte?”.
(Fragmentos
extraídos de un artículo de G. Cabrera
Infante, publicado en el suplemento Babelia
en EL PAÍS, el 6 de febrero de 1993.)
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