domingo, 21 de febrero de 2016

Fragmentos de artículo de Guillermo Cabrera Infante sobre los vampiros y Drácula


LA LETRA CON SANGRE ENTRA

            “El moderno mito del vampiro no se originó en Hungría, con su archipiélago de Gulash, ni en la Rumanía de Ceaucescu, desfilando por el paso Borgo en Transilvania, sino en Inglaterra. O en una voluble variación de Londres en Suiza. Surgió, como era de esperar, una noche, una noche toda llena de murmullos literarios y música de monólogos, en la villa Diodati, junto al lago de Ginebra, mansión lacustre que compartían en 1816 los Byron; el poeta Shelley; su mujer, Mary, y una hermana de Mary, que era amante de Byron, poeta maldito. En esta elegante promiscuidad y aislados por una lluvia más tenaz que en Londres, pasan todas las veladas entre versos y besos. Un intruso necesario, el doctor John Polidori, médico de Byron, completa el quinteto doméstico. Pero en vez de tratar a Byron, el médico es tratado por el lord como un matasanos de manía literaria.
            Una noche, otra noche cerca de la medianoche, Byron, apuesto, propone una apuesta: a ver quién escribe mejor una historia de horror que él llama “de fantasmas”. Mary, dada a las pesadillas, es la única que hace el cuento. Hoy lo conocemos como Frankenstein, olvidando su apéndice pretencioso: El Prometeo moderno. Shelley, siempre serio, ni siquiera consideró  la  propuesta,  y  Byron, como era su costumbre, garrapateó unas líneas orales y se aburrió pronto: detestaba la prosa, amaba la prisa.   Pero, sorpresas de la escritura, el buen doctor Polidori, mal médico, pero experto en el sabor del láudano y sus posibles sueños, escribe, tres años más tarde, un cuento titulado El  vampiro.  Fiat  tenebrae!  El mito se hizo así  literatura de las tinieblas   por  primera  vez en inglés. Curiosidad literaria, el cuento publicado en 1819 arrebató   al continente, aunque llevaba, debajo del título, el entonces más comercial nombre de Byron. Pero Polidori, a quien el poeta llamaba doctor Peloduro, es la fuente y el origen. Como Bram Stoker, al otro extremo del siglo, es el aparato receptor de la leyenda para transmutarla en literatura. Polidori no es un escritor profesional, sino un aficionado de genio. Hay que esperar hasta 1897 para que el vampiro se llame Drácula, pero ya llega, ya está ahí. (...)
            Vampir viene del magiar, es decir, húngaro de origen, aunque una etimología remota lo remonta al turco uber, bruja. El término insiste en estas transformaciones. Súcubo tiene en latín una terminación masculina, pero el significado es femenino: un demonio con formas de mujer hechas para atraer a los hombres. La fornicación es la muerte. Los franceses todavía llaman al orgasmo la petite morte. Morir de amor, el ideal romántico, no significa otra cosa. Con el beso del vampiro (o la vampira) se cumplen los deseos más el reclamo de ocasión de la inmortalidad por la sangre. ¿Qué mujer inglesa o húngara, que lo desdeñan todo, según Stoker, podrá resistir la tentadora oferta del conde?
            Aparte del genio literario que, como el espíritu del mal le sopló en la oreja, el otro gran hallazgo de Bram Stoker fue el título de su novela, el nombre del mal: Drácula. Stoker lo encontró en sus investigaciones sobre el folclore de Hungría, pero todavía dos meses antes de publicarse su obra inmortal (como conviene al conde) no había decidido dar título al libro. Había encontrado una variante del nombre en Whitny, lugar que Drácula escoge para naufragar en Inglaterra, y le confiere el título de conde, que no existe en la nomenclatura inglesa, pero lo llama voivode, que es príncipe en húngaro. El más notorio de los voivodes, sin embargo, es rumano: ese tierno Vlad el empalador al que Ceaucescu cantó en su quintocentenario,en 1976. Vlad, cuyo deporte favorito era empalar a sus enemigos y de vez en cuando a sus amigos (alcanzó el notable récord de más de 250.000 empalados durante su reino de terror) era conocido   como Drácula  (la  terminación es femenina, pero todos sus oficios, como sus orificios,  eran masculinos). Es decir, hijo del diablo. Un temprano gusto rumano por los eufemismos lo convirtió  en  hijo  del  dragón.  El  dragón, su padre,  es  decir,  Vlad III,  venía  envuelto en las sombras de una leyenda  familiar. Este noble monarca salía de su tumba en tiempos difíciles para echar un ojo desvelado a sus demonios. (Perdón, a sus dominios.) Bram Stoker, con un toque de genio, confundió a los dos Vlades con un golpe de máquina de escribir (fue uno de los primeros escritores que la usó) y fundió raza y lenguas y mitos (pero no abolió el azar). (...)
            La leyenda del vampiro es muchas veces milenaria. Hay, aparición temprana, un cuento de vampiros en El satiricón, que rima con Nerón, del siglo Primero de nuestra era, y una versión del vampiro en Las mil y una noches. Hay vampiros góticos, renacentistas y románticos. Hay vampiros para todos y en todo tiempo. ¿Por qué? Porque la leyenda (un espíritu del mal que desangra pálidas doncellas bajo la luna) no es más que una metáfora literaria de la menstruación, esa profusa, inexplicable pérdida de sangre que sólo sufren las mujeres. Su aparición es cíclica y es heraldo de la pubertad. Su ausencia, por otra parte, anuncia el embarazo o una enfermedad mortal. Pero, a pesar de Petronio y Scherehzade, el mito es esencialmente cristiano: la cruz es el único verdadero resguardo contra el vampiro. Hay un antídoto culinario, el ajo, pero se sustituye a veces por el acónito en flor, que es menos ofensivo al portador del amuleto: un diente de ajo puede más que un colmillo de Drácula. Por otra parte, no se concibe al conde ni judío ni musulmán, porque no temerían a la cruz y comerían con gusto el ajo.
            Drácula, nuestro vampiro favorito, sufre de una monomanía: su pasión dominante (su única pasión) es la sangre. No hay asombro cuando exclama: “La sangre es la vida”, porque proclama un axioma médico: la sangre es de veras la fuente de la vida. En realidad, el innoble conde no hace otra cosa que procurarse demoradas y sucesivas transfusiones. (...) Drácula es un aristócrata, pero es también, no hay que olvidarlo, a bloody foreigner, frase favorita para expresar el desdén inglés por los extranjeros todos, condes o condenados.
            Sin embargo, dos extranjeros, el doctor Polidori y el irlandés Bram Stoker (su nombre es apócope de Abraham), establecen y reclaman el mito para Inglaterra, y a la hora de considerar el mito moderno son algo mejor que sus originadores: son sus verdaderos creadores y, para el entretenimiento, sus recreadores. (...)
            A veces Drácula se lee como una película muda, y de hecho el primer Drácula (llamado Nosferatu porque su director, Murnau, se olvidó de comprar antes los derechos a la viuda del autor) es una lectura fascinante de la novela. El Drácula a que todavía remiten las películas Hammer (1958) no es más que una versión en colores de la puesta en escena en Broadway en 1927 y su puesta en imágenes de 1931 (la que para acentuar la relación entre Drácula y el amor consanguíneo se estrenó en Estados Unidos en 14 de febrero, ¡día de los enamorados!) es una repetición a la que la reciente invención del sonido permite hacer oír, como bienvenida al mal, la voz meliflua, entre argentina y húngara, de Bela Lugosi anunciándose: “I’m Dracula”. Drácula, qué duda puede caber, es la primera obra maestra de la literatura pop. (...)
            ...el único Drácula posible de Bram Stoker es su libro, que es, como su conde, inmortal. Siempre propone, como Bedier al principio de Tristán e Isolda, una invitación que nadie puede resistir: “¿Querrían ustedes oír una historia de amor, de locura y de muerte?”.
                       
            (Fragmentos extraídos de un artículo  de G. Cabrera Infante, publicado en el suplemento Babelia en EL PAÍS, el 6 de febrero de 1993.)


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