domingo, 21 de febrero de 2016

Sobre Erzsébet Bathory (1560-1614), llamada la "condesa sangrienta"

Lesbiana, pervertida y asesina… ¿Qué más?

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Retrato de Elizabeth Báthory (1560-1614). Autor desconocido. Imagen: DP
Detalle de un retrato de Elizabeth Báthory (1560-1614). Autor desconocido. Imagen: DP
La sangre de las muchachas empapaba la nieve. Ante el frío de Cachtice, en el corazón de los Cárpatos eslovacos, las chiquillas, desnudas, se ovillaban buscando algo de calor. A Erzsébet Bathory le gustaba, entre otras cosas, clavar agujas en el pellejo de algunas de las nobles que acudían a su castillo para aprender etiqueta y de las campesinas contratadas como criadas. Las sacaba del carruaje en el que ella iba envuelta en mantos y dejaba que toda aquella sangre se filtrase hasta alcanzar la tierra. Movía el hocico con placer y olfateaba el miedo mientras su entrepierna salivaba como un animal salvaje a punto de despedazar a su presa. Seiscientas cincuenta crías de piel blanca fueron asesinadas a manos de la condesa húngara a principios del siglo XVII.
Una ceremonia larga y sombría es lo que Bathory llevó a cabo junto a sus viejas sirvientas, que permanecían junto a ella tiesas y arrugadas como velas derretidas por el fuego. Cuchillos, atizadores, dientes, máquinas de tortura… Cualquier herramienta era útil para llevar a cabo las perversiones que masticaba sin remordimientos y con las que obtenía no solo placer sexual sino la fórmula para mantenerse tierna y joven: la condesa se hundía cada noche en la sangre que extraía de sus víctimas. Un sadismo poético, el demonio con apariencia de cachorro. «El criminal no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza», escribía Jean-Paul Sartre. Y hasta aquí el mito: Bathory ha pasado a la historia como la aristócrata que masacró a cientos de chicas —megalómana, depravada y cruel—, pero estudios y análisis posteriores apuntan que, como explica el divulgador histórico José María Solé, pudo ser una cabeza de turco utilizada para poner freno a la desafección de la nobleza con respecto a la dinastía reinante de los Habsburgo.
Ya lo dijo Maxwell Scott en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962): «When the legend becomes fact, print the legend».
Ilustración de Santiago Caruso en el libro La condesa sangrienta. Imagen: Libros del zorro del rojo.
Ilustración de Santiago Caruso en el libro La condesa sangrienta. Imagen: Libros del zorro del rojo.
Nacida en el seno de una de las familias más poderosas y ricas de una Hungría que tenía la mitad de su territorio nacional bajo el yugo turco, Bathory era sobrina de un príncipe de Transilvania y de un rey de Polonia. Como era de esperar para una cría de su clase, con catorce años le concertaron un matrimonio con Ferenc Nadasdy, hijo de otra opulenta familia y un despiadado guerrero conocido como el Caballero Negro. Fue este quien le regaló a su prometida el castillo de Cachtice, que había pertenecido al emperador Rodolfo II, el lugar donde la condesa perpetraría sus crímenes. Las largas ausencias del esposo, obsesionado con la lucha contra los otomanos, y su pronta muerte —en 1604, con cuarenta y siete años él y cuarenta y cuatro ella— habrían sido hechos clave para que esta bárbara pudiera convertir su fortaleza en una cámara de tortura de cuyas paredes emanaban gritos, jadeos y aullidos. Ella, sentada en su trono, miraba morir.
Hasta nuestros días han llegado sus inmorales hazañas como cuentos que a fuerza de repetirse se convierten en una verdad universal. «Si Erzsébet amanecía irascible, no se conformaba con cuadros vivos, sino que a la que había robado una moneda le pagaba con la misma moneda… enrojecida al fuego, que la niña debía apretar dentro de su mano. A la que había conversado mucho en horas de trabajo, le cosía la boca o, contrariamente, le abría la boca y tiraba hasta que los labios se desgarraban», escribía Alejandra Pizarnik en el libro La condesa sangrienta (1971), una obra que mezcla la poesía y la reseña literaria y que se nutre de la biografía que Valentine Penrose publicó sobre Bathory en 1962. Sin embargo, es la investigadora Rachael L. Bledsaw quien explica cómo se ha ido alimentando la fábula a lo largo de los años en su tesis No Blood in the Water: The Legal and Gender Conspiracies Against Countess Elizabeth Bathory in Historical Context (Illinois State University, 2014). Manosear la historia, sobarla hasta transformarla en el perfecto relato de terror.
Bledsaw no exculpa a Bathory de sus crímenes, sino que concluye que «no hubo una conspiración basada en su género porque en Hungría, en aquella época, las viudas ricas no eran vistas como una amenaza». «Cuando la arrestaron tenía tan solo una fracción del poder y de la riqueza que había ostentado anteriormente. Además, el juicio contra sus cómplices se llevó a cabo según los parámetros judiciales de la época, incluyendo el uso de la tortura para obtener una confesión», argumenta. Pero la investigadora critica la escasez científica a la hora de abordar este personaje: sí, era una asesina, mas no el animal pérfido del que con tanto gusto han bebido la literatura y el cine, dos artes sedientos de fantasía granguiñolesca. Escritores y cineastas sobrevolando la historiografía como aves carroñeras para arrancar las vísceras de un trozo de carne putrefacto de por sí.
En su artículo «Sangre y poder» (La Aventura de la Historia, número 147, 2011), José María Solé apunta que cuando el marido de la condesa falleció ya constaba en los archivos de las autoridades de la Corte de Viena una denuncia presentada por Istvan Magyari, un pastor luterano que aseguraba haber presenciado las atroces prácticas de Bathory. «Dada la relevancia del personaje cuestionado y las consecuencias que para la imagen de los poderosos podía tener dejar al descubierto acciones de tal repulsiva naturaleza, el conde palatino Giorgi Thurzo fue encargado por el emperador Matías I de dirigir la investigación. Un asunto de extrema gravedad que cuestionaba a una familia de gran importancia, por lo que se llevó a cabo con toda la discreción posible y de acuerdo con los hijos de la condesa, ante todo interesados en evitar que una condena penal entregase los grandes bienes de su madre a la Corona, como era preceptivo en estos casos», escribe Solé. En 1611, el hallazgo de los despojos de las jóvenes muertas —de entre doce y veintiséis años— en las inmediaciones del castillo confirmaba las sospechas en torno a esta lúgubre figura que pasó de ser considerada una mujer exquisita a ser una lesbiana, pervertida y asesina.
Retrato de Matías I realizado por el círculo de Hans von Anchen hacia 1600.
Retrato de Matías I realizado por el círculo de Hans von Anchen hacia 1600.
Los historiadores húngaros son quienes han tratado de dilucidar la realidad de Bathory, trazando la teoría de que el proceso judicial al que fue sometida tenía como fin ocultar los tejemanejes secretos que esta habría desarrollado con su primo Gabriel Bathory, príncipe de Transilvania, en contra de la dinastía reinante de los Habsburgo. «Una buena instrumentación de presuntos rumores unida a llamativos testimonios sobre macabros hallazgos y a la forzada confesión de unos desgraciados servirían para dar un toque de atención a la posible desafección de la nobleza, evidenciar la decisión del monarca y desmontar una operación política clandestina de alto riesgo para el poder constituido», resume José María Solé.
El primer texto que hay en referencia a Bathory lo escribió el jesuita Laszlo Turoczi en 1760 tras encontrar las transcripciones del juicio a los cómplices. Aglutinó los elementos principales de la historia y añadió uno más: los baños en sangre de los que la condesa disfrutaba cuando terminaba la inocencia del día y comenzaba la noche culpable, un ritual para ser bella y joven eternamente. Pero ¿por qué introduciría esto en su manuscrito? Rachael L. Bradshaw afirma en su tesis que el jesuita aprovechó la oportunidad para aderezar la leyenda y arremeter contra el protestantismo. Esta era la religión que profesaba la condesa, y para cuando Laszlo comenzó sus escritos muchas familias aristocráticas se habían reconvertido al cristianismo para ganarse el favor de los Habsburgo. Demonizaba así el protestantismo, relacionándolo con la santería, el lesbianismo y la perversión sexual. En 1865, el estudioso alemán Michael Wagner ratificaba el relato contado por el jesuita cien años antes pero aumentaba el número de víctimas de seiscientas a seiscientas cincuenta, siendo esta la cifra final que ha llegado a nuestros días. En realidad, es tal la inexactitud de sus asesinatos que es imposible establecer una suma exacta: se calcula que fueron entre trescientas y seiscientas.
En 1962, Valentine Penrose expandía con su prosa toda la rumorología bruna sobre Bathory y daba por ciertos algunos hechos sin confirmar como que mantenía relaciones sexuales con su tía Klara, otra bollera, criminal y envilecida mujer. El mito ha sido amamantado por los pechos generosos de la literatura, y el afán por el endiosamiento ha sido cosa de las plumas de los narradores posteriores más que de la propia condesa. Pizarnik es uno de los ejemplos más claros: «Es probable que Erzsébet fuera epiléptica ya que le sobrevenían crisis de posesión tan imprevistas como sus terribles dolores de ojos y jaquecas (que conjuraba posándose una paloma herida pero viva sobre la frente». Y así relata la poeta argentina el descubrimiento, al fin, de la maldad amurallada: «En compañía de sus hombres armados, Thurzo llegó al castillo sin anunciarse. En el subsuelo, desordenado por la sangrienta ceremonia de la noche anterior, encontró un bello cadáver mutilado y dos niñas en agonía. No es esto todo. Aspiró el olor a cadáver; vio “la virgen de hierro”, la jaula, los instrumentos de tortura, las vasijas con sangre reseca, las celdas —y en una de ellas a un grupo de muchachas que aguardaban su turno para morir y que le dijeron que después de muchos días de ayuno les habían servido una cierta carne asada que había pertenecido a los hermosos cuerpos de sus compañeras muertas—. La condesa, sin negar las acusaciones de Thurzo, declaró que todo aquello era su derecho de mujer noble y de alto rango. A lo que respondió el palatino: “Te condeno a prisión perpetua dentro de tu castillo”». Si bien es cierto que fue emparedada en un cuarto minúsculo con solo un ventanuco hasta el fin de sus días —agosto de 1614—, ella, que ni siquiera compareció en el juicio pues sus familiares lo evitaron, siempre negó ser la responsable de toda esa destrucción tiránica. Tampoco llegó a usar jamás la virgen (o doncella) de hierro: este instrumento de tortura ni siquiera se había inventado por aquel entonces.
Cuenta la leyenda que cuando fue encontrada muerta en aquella habitación a sus cincuenta y cuatro años aún tenía el rostro lozano de una niña. También se dice que ella es el origen del mal puro. Quizá toda aquella sangre derramada impregnó la tierra, la hizo fértil como el vientre de una adolescente y engendró una semilla de la que el resto de la humanidad ha florecido. El germen infecto de quienes somos o el mito perfecto para excusarnos ante nosotros mismos.

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