jueves, 29 de octubre de 2015

LUIS ALBERTO DE CUENCA. Prefacio al libro "Tratado sobre los vampiros" (1746), de Dom Augustin Calmet


   «La fuerza más importante del vampiro radica en que nadie cree que existe», solía repetir Van Helsing en la novela de Stoker. Calmet no afirma ni niega nada, pero ofrece un sinfín de testimonios. Entre ellos, el del escritor francés Joseph Pitton de Tournefort, quien fue testigo de la gran epidemia vampírica que, entre los años 1700 y 1702, diezmó la población de Mícono, pequeña isla del archipiélago de las Cícladas, en el Egeo.
   Empezaron a aparecer centenares de personas con pequeñas incisiones en el cuello y en las arterias de los brazos que daban de inmediato signos de agotamiento y que acababan por morir. Los afectados eran, indistintamente, hombres y mujeres jóvenes y niños de ambos sexos. Se utilizaron diferentes métodos curativos sugeridos por médicos y curanderos, pero sólo una acción fue eficaz para terminar con tan extraña epidemia: grupos de aldeanos armados con estacas de fresno afiladas en una de sus puntas recorrieron todos los cementerios de la isla y abrieron todas las tumbas; aquellos cadáveres que no se hallaban en evidente descomposición o que presentaban un aspecto saludable fueron atravesados con las estacas de fresno a la altura del corazón. Como la epidemia de vampirismo desapareció a partir de entonces, se generó entre los nativos y entre quienes presenciaron los hechos un argumento de peso en favor de la existencia de los muertos vivientes que, por las noches, abandonan sus tumbas para, en forma de vampiros, ir a buscar entre los vivos la sangre que les es necesaria para prolongar su precaria existencia ultraterrena.
   Los anales históricos de la Baja Hungría —sigue contando el inefable Dom Calmet— relatan otro curioso ejemplo de vampirismo. El 10 de septiembre de 1720 un grupo de ciudadanos de Krislova pidieron al comandante austriaco de la zona permiso para exhumar y destruir por el fuego el cadáver de Pedro Plogojowitz, quien varias semanas después de su muerte había sido visto en aquella ciudad lanzándose al cuello de varias personas para chuparles la sangre. Todas las personas que habían tenido el fatal encuentro habían muerto al día siguiente, dictaminando el médico «falta total de sangre». El comandante austriaco no quiso dar crédito a tan fantástico relato y denegó el permiso de exhumación. Pero tuvo que reconsiderar su decisión cuando la delegación de ciudadanos de Krislova volvió a visitarle informándole que otras nueve personas habían muerto durante los últimos días en las mismas extrañas circunstancias que las anteriores. Finalmente, el militar, precedido por el párroco, fue al cementerio e hizo abrir la tumba en que estaba enterrado el tal Plogojowitz, quien apareció intacto, con un aspecto sonrosado y con la boca llena de sangre fresca. Se trataba, por tanto, de un vampiro, y como tal se procedió con él: se afiló una estaca de fresno y se le clavó entre las costillas hasta alcanzar el corazón, y luego se quemó el cadáver.
   En el pueblo de Blow, en Bohemia, un vampiro dio muerte a mucha gente. Los campesinos abrieron la tumba del monstruo y le clavaron en tierra con un palo afilado. «Qué amables sois —dijo el vampiro— al proporcionarme un bastón con el que ahuyentar a los perros.» Esa misma noche, se levantó y ahogó a cinco personas. Al día siguiente, fue entregado al verdugo, quien le atravesó varias veces con un hierro. Cuando era llevado a la hoguera en un carro, fue rugiendo todo el camino y moviendo desordenadamente los brazos y las piernas. Tras su ejecución, en 1706, el pueblo pudo vivir tranquilo. «Gracias a Dios —añade Dom Calmet— no somos crédulos como la gente sin cultivar. Pero debemos admitir, sin embargo, que la luz de la ciencia no ha sido capaz de iluminar con sus rayos un caso como éste.»
   Hasta aquí algunos casos de vampirismo expuestos por Calmet en su Tratado.

LUIS ALBERTO DE CUENCA. Prólogo al “Tratado sobre los vampiros”, de Dom Augustin Calmet (1746).

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